Bowlby (1989)
define el vínculo de apego como distintas formas de conducta del infante cuyo
objetivo es el logro o la conservación de la proximidad con su cuidador
principal o algún otro al que se considera más capacitado para enfrentar al
mundo, lo que se hace más evidente en situaciones de estrés. Es entonces un
sistema conductual organizado y un vínculo emocional y afectivo entre una madre
o cuidador y un niño (Cantón & Cortés, 2005), de esta forma el carácter
afectivo y la pauta que lo organiza se mantienen pese a que las conductas de
apego varíen (Marrone, 2001). De este modo se constituye en un proceso de
interacciones que regulan el estrés y la ansiedad fisiológica y psíquica del
infante, conformado por contactos físicos recurrentes y sostenidos en el
tiempo, las cuales son además recíprocas, es decir, de la madre hacia el bebé y
del bebé hacia su madre (Altmann et al., 2001).
El vínculo de apego
es posible conceptualizarlo como un vínculo duradero entre un niño y la madre,
con función adaptativa y de supervivencia (Cantón & Cortés, 2005), donde
las conductas de cuidado y atención de la madre cumplen la función de regular
la organización afectiva del bebé. Por lo tanto el vínculo de apego temprano
permite regular y equilibrar los desórdenes fisiológicos, conductuales,
afectivos y cognitivos del niño en desarrollo (Lecannelier, 2006).
Este vínculo se
forma a lo largo del ciclo vital de la persona, pudiendo distinguirse del
bonding o apego precoz, que se produce al momento del parto entre la madre y el
bebé; por ello el vínculo temprano se desarrolla a través de los cuidados
sensibles, estables y continuos de la madre a su hijo y no sólo por
determinadas conductas aisladas (MINSAL, 2008).
Además se
constituye en un proceso de establecimiento de vínculos a través de las
experiencias tempranas, que brindan a un niño seguridad y protección, estas
experiencias serán internalizadas de tal forma que darán lugar, en el adulto, a
ciertos modelos de comportamiento psicosocial (Casullo & Fernández, 2005).
De este modo la experiencia del bebé con su madre o cuidador principal juega un
papel esencial en la forma posterior de establecer vínculos afectivos
(Garrido-Rojas, 2006).
Los primeros vínculos de
apego están formados a los siete meses de vida y se forman hacia sólo una o
pocas personas, de este modo, los vínculos se forman tanto como producto de
interacciones con adultos que maltratan como con aquellos adultos con alta
sensibilidad (Main, 2000).
Es posible
distinguir el vínculo de apego de otras relaciones importantes en la vida de
una persona. Por un lado, el vínculo de apego provee pertenencia, seguridad y
protección, mientras que las relaciones afectivas entregan compañía,
gratificación, permiten compartir intereses y experiencias y permite el
desarrollo de sentimientos de competencias y asistencia (Casullo & Fernández,
2005).
En cuanto al
desarrollo del vínculo de apego se sabe que el bebé nace no sólo con reflejos
innatos, sino que además poseen variadas habilidades psicológicas, afectivas y
sociales, lo que le permite orientarse y comunicarse con otros seres humanos,
en especial con la madre (Lecannelier, 2006). Es por ello que ya a los tres
meses de vida, el bebé puede reaccionar de forma preferencial hacia la madre,
es capaz de sonreírle, vocalizar con prontitud y seguirla con la mirada por
largo tiempo (Bowlby, 1998).
Un concepto
importante de diferenciar es la conducta de apego, la cual está formada por
diferentes respuestas instintivas del hijo cuya función primordial es la de
vincularlo con la madre. Estas respuestas maduran en forma relativamente
independiente hacia los doce meses de edad, pero cada vez más se van integrando
hacia la figura cuidadora, siendo éstas activas y no pasivas en el repertorio
de conductas de un ser humano. Estas respuestas son la succión, el agarre, los
gestos, el llanto, el seguimiento y la sonrisa (Cantón & Cortés, 2005), por
lo tanto las conductas de apego son observables y cuantificables. La
retroalimentación que recibe el bebé como premio a su esfuerzo marca en gran
medida la protección y seguridad necesaria para la posterior exploración
(Enríquez et al., 2008).
Por otro lado,
cuando se inician las respuestas innatas, pero la madre no está presente o no
alcanza su meta, el hijo experimenta ansiedad, oscilando ésta hacia dos polos,
una ansiedad con nivel muy bajo (o ausencia), generando la impresión de pseudo-independencia,
o bien una excesiva ansiedad, en el marco de experiencias adversas de amenazas
de abandono o de rechazo (Cantón & Cortés, 2005), de este modo la ansiedad
de separación se origina por una desregulación en el apego entre el bebé y su
cuidador (Enríquez et al., 2008).
Las respuestas
innatas del hijo hacia su madre se configuran en sistemas conductuales, cuyo
objetivo es alcanzar ciertas metas específicas, adaptándose de acuerdo a las
circunstancias ambientales, y cómo veíamos, el fin último es la sobrevivencia
del organismo y su protección, regulando la búsqueda de cercanía y proximidad y
la necesidad de explorar según la situación en que se encuentre el niño (Cantón
& Cortés, 2005). En este contexto, como señalábamos anteriormente, la
ansiedad surge por la amenaza de pérdida de la madre y por la inseguridad en la
relación de apego con ella (Marrone, 2001). Es posible observar la conducta de
apego del bebé en la necesidad de mantener la proximidad con su madre, por
ejemplo, cuando ella desaparece de su vista y alcance; esto se observa
alrededor de las diecisiete semanas de vida, donde el bebé inicia el llanto
cuando la madre se aleja y, a los tres meses de edad, cuando presenta conductas
de seguimiento (Bowlby, 1998).
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