“Como cada mañana, Javier desayunaba un tazón
de leche con sus cereales favoritos, mostrándose ajeno a los horarios que rigen
la dinámica familia. A pesar de tener siete años, su madre tenía que ayudarle a
vestirse y como en tantas otras ocasiones, ese día tampoco pudo ponerle la ropa
nueva que le habían regalado sus abuelos. Su madre tenía que lavar toda la ropa
nueva con un determinado suavizante para que Javier aceptase estrenar algo.
Cada día Javier se levantaba angustiado preguntando por el día concreto de la
semana, el mes y el número. Todas las mañanas preguntaba lo mismo y a
continuación necesitaba saber si ese día tenía que ir o no al colegio. A pesar
de que Javier comenzó a hablar algo más tarde que otros niños, ahora no paraba
de hablar. Su lenguaje era muy correcto aunque siempre solía hablar de su tema
preferido, los dinosaurios, y era muy difícil cambiar el tema de conversación.
Resultaba complicado que Javier utilizase su excelente lenguaje para compartir
con su familia las cosas que le ocurrían en el colegio o las cosas que le
preocupaban. Parecía no sentir la necesidad de compartir experiencias o
sentimientos con la gente que le rodeaba.
Era un niño muy inteligente, aprendió a leer
solo y le encantaba leer libros de dinosaurios. No le interesaban los juegos
típicos de los niños de su edad y pasaba la mayor parte de su tiempo
desmontando juguetes electrónicos y volviéndolos a montar. No parecía estar
interesado por jugar con aquellas máquinas sino que le fascinaba conocer cómo
estaban hechas y cuál era el mecanismo que las hacía funcionar. Cuando lo
averiguaba, colocaba el juguete en su estantería y no volvía a tocarlo, tampoco
dejaba que su hermano pequeño tocase ninguno de sus juguetes. Tenía un mundo
muy personal y resultaba difícil que lo compartiera con otros niños. En el
colegio su profesora ya había mostrado preocupación por Javier. A pesar de su
inteligencia, no tenía ningún interés por las tareas escolares y su rendimiento
académico no era el esperado. En el patio siempre estaba solo y cuando ocasionalmente
intentaba incorporarse al juego de sus compañeros, su manera de actuar era tan
“torpe” e ingenua que provocaba risas y burlas por parte de los otros niños.
Aunque Javier no era un niño agresivo, en algunas situaciones mostraba fuertes
rabietas y conductas inadecuadas como tirar objetos o gritar. Especialmente
difícil era la clase de Educación Física, en la que Javier mostraba altos
niveles de ansiedad, dificultad para seguir las normas y escasa comprensión de
las reglas básicas que rigen los juegos y deportes de equipo. Si se le forzaba
a participar en estas actividades, sistemáticamente aparecían fuertes enfados y
marcado oposicionismo.
Aunque los padres de Javier ya le describían
como un niño peculiar antes de cumplir los 4 años, no empezaron a alarmarse
hasta el momento en que el niño se incorporó al colegio. Las grandes
dificultades para relacionarse con los compañeros, los problemas atencionales
dentro del aula y el bajo rendimiento escolar fueron, entre otros, los motivos
que impulsaron a los padres a buscar ayuda. Después de varias consultas a
distintos profesionales del ámbito de la educación, la medicina y la
psicología, y tras recibir diagnósticos tan dispares como déficit de atención e
hiperactividad, o trastorno emocional y de conducta, finalmente informaron a la
familia de que Javier presentaba Síndrome de Asperger”.
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