jueves, 1 de mayo de 2014

Obesidad


De acuerdo a los manuales de clasificación de los trastornos mentales, la obesidad no se clasifica como un trastorno alimentario, no obstante se constituye en un problema relevante en lo que a salud física y mental del individuo se refiere.

 

No es menor la importancia que se otorga al papel de la obesidad en su relación con aspectos de carácter psicológico, en este sentido los sujetos obsesos presentan con mayor frecuencia síntomas depresivos, un nivel de ansiedad elevado y baja autoestima. Así, parece existir un acuerdo generalizado en torno a la influencia de los valores culturales, que dan valor a la delgadez, en la explicación de dichos aspectos, así existen estudios que marcan diferencias en cuanto al sexo, lo que señalaría que las mujeres y adolescentes se ven más afectadas que los varones.

 

No deja de ser paradójico y contradictorio el hecho de que en las sociedades occidentales impere un modelo de delgadez, cuando las mayorías de celebraciones y actos sociales se realizan en torno a la comida. Se establece así una pugna entre la cultura festiva y el valor cultural de la estética.

 

Inicialmente la conducta alimentaria de los niños se ve controlada, exclusivamente, por reflejos, siendo el malestar fisiológico provocado por el hambre lo que les incita a comer. Pasado el primer año de vida, el apetito del niño y su interés por la comida disminuye considerablemente, y el incremento del peso se vuelve lento.

 

Este intervalo de tiempo, que transcurre desde el primer año hasta los tres o cuatro, es especialmente vulnerable para la aparición de problemas alimentarios; los padres, acostumbrados a que su hijo coma de forma consistente y gane peso con frecuencia, se encuentran ahora con un niño que comienza a rechazar determinados tipos de alimentos y que no siempre tiene apetito, lo que puede dar lugar a una preocupación y ansiedad excesiva. La preocupación de los padres puede transformarse en una insistencia para que el niño coma, lo que desencadena, no sólo problemas en la interacción padre e hijo, sino que se crean hábitos de ingesta alimentaria inapropiados que se deben en mayor medida a los mensajes y órdenes emitidos por los padres a sus hijos que al tipo de alimento.

 

Cuando el niño cuenta con cinco o seis años, sus apetito vuelve a incrementarse; pero ahora existen ciertos hábitos instaurados que no siempre son adecuados; si a esto se le suma que tiene una mayor libertad y una menor supervisión para elegir alimentos en determinados contextos, por ejemplo lo que consume en la escuela, así la probabilidad de convertirse en un adulto obeso se ve incrementada.

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